Cuenta Plutarco, en “Vidas paralelas”, que un patricio romano
llamado Publio Pulcro, dueño de una gran fortuna y dotado con el don de
la elocuencia, estaba enamorado de Pompeya, la mujer de Julio César. Tal
era su enamoramiento que durante la fiesta de la Buena Diosa,
celebración a la que sólo podían asistir las mujeres, el patricio entró
en la casa de César disfrazado de ejecutante de lira, pero fue
descubierto, apresado, y condenado por la doble acusación de engaño y
sacrilegio.
Sevilla una de las ciudades más intensas de Europa, donde el tórrido
sol unas veces amarillenta la ropa y, al día siguiente si fuera
menester, saca toda la blancura que el tejido y el uso permite. Es tan
contradictoria que, para no vivir siempre arrodillada, se reinventa en
cada estación ramilletes de eventos para sentir que recupera la afición,
la devoción, el ocio, y el tiempo.
Sevilla está bajo sospecha, de ser
profundamente hermética y desconfiada. Se le acusa de abrir solo las
puertas de la Maestranza, la portada de la Feria, y la Madrugá, lo demás
se lo trabaja la vecindad, y el resto lo pagamos, y lo visita el
turista. Y así hasta la sustancia blanca de nuestros propios huesos.
Se ha necesitado novelar la leyenda de la Sevilla abierta para
encubrir, no la magia consustancial a una poderosa historia sino, la
miseria de quienes nos han condenado a contemplar cómo sólo con cruzar
tres calles, pasas de la miseria de la Tres Mil, a la abundancia de esa
Avenida sobre dotada de palmeras, por donde se entra a la ciudad. Esa
es la foto de la Sevilla que duele y que hay que cambiar.No basta el discurso, ni las promesas, ni siquiera un programa, y tampoco cambiar exclusivamente rostros, ni subir o bajar a secas la edad de los gobernantes. Después de tanto engaño, Sevilla necesita ser gobernada por la ciudanía, por quienes son y además lo parecen.
Kechu Aramburu
Publicado en el Correo de Andalucía el 5 de Septiembre 2014


