viernes, 5 de septiembre de 2014

La mujer del César

Cuenta Plutarco, en “Vidas paralelas”, que un patricio romano llamado Publio Pulcro, dueño de una gran fortuna y dotado con el don de la elocuencia, estaba enamorado de Pompeya, la mujer de Julio César. Tal era su enamoramiento que durante la fiesta de la Buena Diosa, celebración a la que sólo podían asistir las mujeres, el patricio entró en la casa de César disfrazado de ejecutante de lira, pero fue descubierto, apresado, y condenado por la doble acusación de engaño y sacrilegio.
 
César reprobó a Pompeya, a pesar de estar seguro de que ella no había cometido ningún hecho indecoroso, pero afirmando que no le agradaba el hecho de que su mujer fuera sospechosa de infidelidad; porque no basta que la mujer del César sea honesta, también tiene que parecerlo. Con el tiempo, comenzó a aplicarse a quienes no se les considera “genuinos”, aún cuando no hubiera ningún tipo de dudas.
 
Sevilla una de las ciudades más intensas de Europa, donde el tórrido sol unas veces amarillenta la ropa y, al día siguiente si fuera menester, saca toda la blancura que el tejido y el uso permite. Es tan contradictoria que, para no vivir siempre arrodillada, se reinventa en cada estación ramilletes de eventos para sentir que recupera la afición, la devoción, el ocio, y el tiempo.



Sevilla está bajo sospecha, de ser profundamente hermética y desconfiada. Se le acusa de abrir solo las puertas de la Maestranza, la portada de la Feria, y la Madrugá, lo demás se lo trabaja la vecindad, y el resto lo pagamos, y lo visita el turista. Y así hasta la sustancia blanca de nuestros propios huesos.


 
Se ha necesitado novelar la leyenda de la Sevilla abierta para encubrir, no la magia consustancial a una poderosa historia sino, la miseria de quienes nos han condenado a contemplar cómo sólo con cruzar tres calles, pasas de la miseria de la Tres Mil, a la abundancia de esa Avenida sobre dotada de palmeras, por donde se entra a la ciudad. Esa es la foto de la Sevilla que duele y que hay que cambiar.

No basta el discurso, ni las promesas, ni siquiera un programa, y tampoco cambiar exclusivamente rostros, ni subir o bajar a secas la edad de los gobernantes. Después de tanto engaño, Sevilla necesita ser gobernada por la ciudanía, por quienes son y además lo parecen.


Kechu Aramburu
Publicado en el Correo de Andalucía el 5 de Septiembre 2014