La ética del pesimismo
Ana María, como las buenas supervivientes no acariciaba los
mástiles, sino la huida, por eso fabulaba magistralmente con la
fantasía, era de la generación de la postguerra, pertenecía a la «Nada»,
como nuestros adolescentes, esos que no palpan más que la incertidumbre
de la inexistencia del mañana. De esa generación hostil cuyo marcador
fue y es, ser testigos de un mundo hipócrita y violento.
Era tan estrafalaria, que encallaba en la diversidad de la especie,
por eso su cruel y apresurada despedida nos devuelve a la uniformidad
del relato, del verbo único, de la palabra empalagosa y dulzona, del
optimismo de la opulencia.
El bastardo desamparo al que nos somete su definitiva fuga, nos
sumerge en el laberinto de los contenedores del pensamiento, para buscar
los antídotos del rosa, y el celeste, en estos tiempos de realeza,
donde la pasión por la ética está tan denostada y devaluada, que ya solo
cotiza en el mercado de nuestras irrelevantes utopías.
Matute era una nómada que vivía entre la desdicha mayor y la menor,
pero era tan brutal su capacidad de resistencia, que se permitió la
osadía de vivir de frente, por eso lo ejemplarizante de su vida no son
los galardones, hoy tan manoseados, sino el homenaje a la no
resignación, que disfrazaba con globos simulados, con serpentinas
incoloras y juguetes rotos.
Sin redobles de campanas, suscribo las palabras de Caballero Bonald,
al conocer la noticia «Su muerte es un descalabro en mi intimidad».
Kechu Aramburu del Río
Publicado en el Correo de Andalucia el 27 de Junio del 2014