No fue el Cervantes, ni el Nacional de las Letras, ni el Planeta,
ni el Nadal ni el asiento K de la Real Academia Española lo que atesoró
Matute fue esa imperceptible línea con la que artesanaba el negro
realismo de una época, de su época, cuyo parangón con la actual es
demoledor.
No insistan, sencillamente se ha ido, pero antes nos enseñó a usar
los espejos cóncavos y convexos para mirar una sociedad marcada por el
síndrome «y de lo mío qué…» Fue una niña de la guerra, tatuada por el
odio, la muerte, la miseria, la angustia y la extrema pobreza, pero la
magia con la que suprimió las fronteras entre el realismo y la ficción,
la petrifican en una mirada de faros largos, para sobrevivir a las
inclemencias de las emociones, en ese tiempo que es tan de antes, como
el de ahora.
Ana María, como las buenas supervivientes no acariciaba los
mástiles, sino la huida, por eso fabulaba magistralmente con la
fantasía, era de la generación de la postguerra, pertenecía a la «Nada»,
como nuestros adolescentes, esos que no palpan más que la incertidumbre
de la inexistencia del mañana. De esa generación hostil cuyo marcador
fue y es, ser testigos de un mundo hipócrita y violento.
Era tan estrafalaria, que encallaba en la diversidad de la especie,
por eso su cruel y apresurada despedida nos devuelve a la uniformidad
del relato, del verbo único, de la palabra empalagosa y dulzona, del
optimismo de la opulencia.
El bastardo desamparo al que nos somete su definitiva fuga, nos
sumerge en el laberinto de los contenedores del pensamiento, para buscar
los antídotos del rosa, y el celeste, en estos tiempos de realeza,
donde la pasión por la ética está tan denostada y devaluada, que ya solo
cotiza en el mercado de nuestras irrelevantes utopías.
Sin redobles de campanas, suscribo las palabras de Caballero Bonald,
al conocer la noticia «Su muerte es un descalabro en mi intimidad».Kechu Aramburu del Río
Publicado en el Correo de Andalucia el 27 de Junio del 2014
