Es en agosto de 1846 cuando dos empresarios asentados en la ciudad, uno catalán y otro vasco, redactaron una propuesta que llevaron al Cabildo Municipal pidiendo que le autorizaran durante tres días de abril a celebrar una feria anual, permiso que les fue concedido después de ciertas disconformidades con el alcalde de Sevilla, el conde de Montelirio.
Su reconversión en uno de los eventos más espectaculares y populares del mundo, que consigue retratar con una precisión similar a las instantáneas del Observatorio Big Bear de California, en cuanto la sociología de la ciudad de Sevilla desnudada por dentro, durante 7 días memorables, es de "cum laude".
Llegar a los 40º, ser una semana laborable, tener esta tierra una de las tasas de paro más altas de Europa, y padecer una de las crisis más severas de nuestra historia reciente, no disuade más que al 10% de la población, reflejado en el indicador de recogida de basura.
Claro que un pueblo necesita divertirse, y "parar para seguir", pero esta Feria, que es la nota de color más impactante posiblemente del planeta tierra, es también tan privada, tan de pobres y ricos, tan de pata negra y de recebo, tan de personajes o de disfrazados del asunto a caballo y, de churumbeles vendiendo agua, es tan de negocios y de apaños, es tan dual que los efectos colaterales de quienes pueden disfrutarla y quienes son solo actores de tercera categoría de la misma, rompe el principio armónico del bonsái de esta ensimismada ciudad, que combina su escaparate y sus entrañas hasta auto exprimirse.
Kechu Aramburu del Río
Publicado en el Correo de Andalucia.
El 9 de Mayo del 2014