Benedicto XVI no ha muerto
biológicamente, ni siquiera está gravemente enfermo, el sucesor de Juan Pablo II sencillamente ha
dimitido, cosa que no le honra por dos cosas: los capitanes no saltan cuando parece
que el barco se hunde, en este caso es el Vaticano el que está en llamas, y
segundo se supone que entre los cometidos de su pontificado estaba limpiar la
Capilla Sixtina, haciendo de la
ejemplaridad el más potente argumento de la moral. Pero no, el campo de minas
que es la curia romana, empequeñece los affaires más turbios de la política
española.
La herencia que recibió y que conocía perfectamente, queda sin revisar
suficientemente, la cual estaba plagada
de macro escándalos sexuales y financieros de algunos de sus cardenales,
obispos y curas, coronada por sus cuervos que han quebrado con las filtraciones, uno de los bienes más
sagrados del Estado Vaticano, “el dogma
de la opacidad”, donde la transparencia es delito eclesial.
El legado que deja el teólogo germano, sepultador con el polaco Wojtyla del
Concilio Vaticano II y azote de la teología de la liberación, es su bendita cruzada contra los matrimonios homosexuales,
su forofa maldición sobre el ejercicio de interrumpir los embarazos, su fobia
traducida en ley divina sobre la invisibilidad
de las mujeres en la Iglesia, su exacerbado verbo contra los preservativos, su
afilado discurso contra la fecundación artificial, y sus tropas dialécticas
contra el derecho a una muerte digna,
amén de su talibanismo antilaicista , y para no hacer leña del árbol
caído me abstendré de recordar como su primera visita a España en 2006, para
presidir en Valencia el V Encuentro Mundial de la Familia, terminó incluida en
“el caso Gurtel”.
Los áulicos ultras, maestros de la conspiración y que él alimentó en el dantesco Vaticano lo han devorado, y su penitencia es la derrota por no haberlos condenado, ahora ya solo le queda desde la clausura rezar hasta la eternidad.
Kechu Aramburu.
El Correo de Andalucía, jueves 14 de febrero de 2013.