Ana María, como las buenas supervivientes no acariciaba los mástiles, sino la huida, por eso fabulaba magistralmente con la fantasía, era de la generación de la postguerra, pertenecía a la «Nada», como nuestros adolescentes, esos que no palpan más que la incertidumbre de la inexistencia del mañana. De esa generación hostil cuyo marcador fue y es, ser testigos de un mundo hipócrita y violento.
Era tan estrafalaria, que encallaba en la diversidad de la especie, por eso su cruel y apresurada despedida nos devuelve a la uniformidad del relato, del verbo único, de la palabra empalagosa y dulzona, del optimismo de la opulencia.
El bastardo desamparo al que nos somete su definitiva fuga, nos sumerge en el laberinto de los contenedores del pensamiento, para buscar los antídotos del rosa, y el celeste, en estos tiempos de realeza, donde la pasión por la ética está tan denostada y devaluada, que ya solo cotiza en el mercado de nuestras irrelevantes utopías.
Sin redobles de campanas, suscribo las palabras de Caballero Bonald, al conocer la noticia «Su muerte es un descalabro en mi intimidad».
Kechu Aramburu del Río
Publicado en el Correo de Andalucia el 27 de Junio del 2014
No insistan, sencillamente se ha ido, pero antes nos enseñó a usar los espejos cóncavos y convexos para mirar una sociedad marcada por el síndrome «y de lo mío qué…» Fue una niña de la guerra, tatuada por el odio, la muerte, la miseria, la angustia y la extrema pobreza, pero la magia con la que suprimió las fronteras entre el realismo y la ficción, la petrifican en una mirada de faros largos, para sobrevivir a las inclemencias de las emociones, en ese tiempo que es tan de antes, como el de ahora.